María,
Madre de Jesús y nuestra, nos señala hoy su Inmaculado Corazón. Un corazón que
arde de amor divino, que rodeado de rosas blancas nos muestra su pureza total y
que atravesado por una espada nos invita a vivir el sendero del dolor-alegría.
La Fiesta
de su Inmaculado Corazón nos remite de manera directa y misteriosa al Sagrado
Corazón de Jesús. Y es que en María todo nos dirige a su Hijo. Los Corazones de
Jesús y María están maravillosamente unidos en el tiempo y la eternidad...
La Iglesia
nos enseña que el modo más seguro de llegar a Jesús es por medio de su Madre.
Por ello,
nos consagramos al Corazón de Jesús por medio del Corazón de María. Esto se
hace evidente en la liturgia, al celebrar ambas fiestas de manera consecutiva,
viernes y sábado respectivamente, en la semana siguiente al domingo del Corpus
Christi.
Santa
María, Mediadora de todas las gracias, nos invita a confiar en su amor
maternal, a dirigir nuestras plegarias pidiéndole a su Inmaculado Corazón que
nos ayude a conformarnos con su Hijo Jesús.
Venerar su
Inmaculado Corazón significa, pues, no sólo reverenciar el corazón físico sino
también su persona como fuente y fundamento de todas sus virtudes. Veneramos
expresamente su Corazón como símbolo de su amor a Dios y a los demás.
El Corazón
de Nuestra Madre nos muestra claramente la respuesta a los impulsos de sus
dinamismos fundamentales, percibidos, por su profunda pureza, en el auténtico
sentido. Al escoger los caminos concretos entre la variedad de las
posibilidades, que como a toda persona se le ofrece, María, preservada de toda
mancha por la gracia, responde ejemplar y rectamente a la dirección de tales
dinamismos, precisamente según la orientación en ellos impresa por el Plan de
Dios.
Ella,
quien atesoraba y meditaba todos los signos de Dios en su Corazón, nos llama a esforzarnos
por conocer nuestro propio corazón, es decir la realidad profunda de nuestro
ser, aquel misterioso núcleo donde encontramos la huella divina que exige el
encuentro pleno con Dios Amor.