Uno de los himnos de la Liturgia de
las Horas hace una hermosa semblanza de ambos:
Pedro,
roca; Pablo, espada.
Pedro,
la red en las manos;
Pablo,
tajante palabra.
Pedro,
llaves; Pablo, andanzas.
Y
un trotar por los caminos
Con
cansancio en las pisadas.
¿Porque la liturgia celebra en un
mismo día a estos dos apóstoles tan distintos? Tenemos elementos históricos
suficientes para saber que entendieron y vivieron el seguimiento de Jesús con
estilos diversos. Y, sin embargo, los recordamos juntos. ¿Qué significa esto?
Cada uno de nosotros estamos llamados a buscar alguna respuesta. A mí me parece
que con esta fiesta se nos invita a no separar dos formas de vivir el evangelio
y de construir la iglesia. Pedro representa la referencia permanente a Cristo,
como roca, la necesaria unidad de todas las comunidades de seguidores. Pablo
simboliza la fuerza centrífuga, la esencial apertura de la iglesia más allá de
sí misma, en una continua fidelidad al Espíritu que la empuja. Pero uno y otro
han experimentado en carne propia que la gracia ha vencido a la ley. Uno y otro
saben que Jesús no es patrimonio de los judíos circuncisos sino un tesoro para
toda la humanidad. Uno y otro saben que la obediencia y la libertad son dos
caras de la misma moneda. Y uno y otro han rubricado con su martirio la
fidelidad a un amor que ha transformado sus vidas de principio a fin. Dos
estilos, sí, pero también una misma pasión, y un mismo Cristo en el centro de
sus corazones.
Cuando pienso en Pedro no pienso
sólo en el Obispo de Roma.
Cuando pienso en Pablo no me limito
a imaginar un propagador de la fe. Todos somos herederos de Pedro y de Pablo.
Circula en todos nosotros sangre petrina y sangre paulina.
En el supermercado de opiniones
sobre Jesús, todos nosotros somos invitados a hacer nuestra la confesión de
Pedro: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
En la encrucijada de tentaciones,
cada uno de nosotros somos invitados a hacer nuestra la confesión de Pablo:
"He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la
fe".